miércoles, 23 de marzo de 2011

...y don Marcelo cruzó la planchada, grave el gesto, altiva su mirada y solemne todo él (Mario M. Guido)


De pronto, como a las 10, corrió una orden:”todo el mundo listo en diez minutos, para trasladarse al Golondrina”. La repetían los mozos de a bordo, y algunos comedidos. ¡Cómo! ¡Diez minutos! ¿qué es eso? ¿Estaban militarizados? ¿Nos manejaban como a tropa? Alvear, que iba o salía del baño, oyó eso o se lo dijeron; el caso es que lanzó una violenta y sonante protesta a base de unos carazos que hacían crepitar los pasillos. Lo cierto es que empezábamos a sentir el despotismo del lenguaje militar. El Golondrina se apareó al Artigas, nos acercamos todos a la planchada que se improvisó, y empezamos el trasbordo, valija en mano y por orden de llamada. Un oficial de la Armada, cantaba los nombres de una lista. Era el recibo de los “presos”. Amontonados en el avisito éramos 98; empezamos a vislumbrar el porvenir. ¡A la isla! Vieja conocida del radicalismo que albergó durante la dictadura a Yrigoyen, 18 meses; y a Alvear y Güemes, cuatro meses y medio. ¿Habría lugar para tantos, ahora? Entre conjeturas y preguntas, despegó el Golondrina y puso rumbo, dando una larga vuelta, al muellecito de acceso. Pasadas las doce, atracábamos. El señor jefe de la Isla, no está en el muelle. Decididamente, no nos ha considerado muy ilustres. Hay un teniente de navío, que dicen que es el 2º jefe. Un camión con marineros armados a máuser con bayoneta calada y dos camioncitos vacíos. Empieza otra vez la entrega y recibo de los “presos”; desde tierra nos llaman por lista. Parte el primer camión con quince, detrás el camión armado y por último el tercer camión con las valijas. Quedamos esperando largo rato, coligiendo que el alojamiento debía estar lejos de la costa. Alguien averiguó que en la noche habían llegado de Buenos Aires “comodidades” para ciento cincuenta y que toda la noche se había trabajado en la preparación de nuestro alojamiento. Todos nos preguntamos si a Alvear también lo conducirían en el crujiente camioncito. No podíamos admitir que se guardara tan poca distinción a un ex presidente. Pronto salimos de la duda. En la tercera tanda gritó el oficial: ¡Marcelo T. de Alvear!, y don Marcelo cruzó la planchada, grave el gesto, altiva su mirada y solemne todo él, como enfrentando la grosera humillación en silenciosa pero altanera protesta. Todos le aplaudimos hasta que llegó al camión. Y en silencio recogido, le vimos apoyar su bastón contra una tabla o banco, abordar con cierta dificultad el carromato, rechazando a los que, ya adentro, hacían ademán de ayudarle.



Mario M. Guido, extractado de su libro “Memorias (1935 - inédito). Trascripción Correligionario Merlo.

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