domingo, 29 de mayo de 2011

Don Amadeo y Don Arturo (Eduardo César Angeloz)



Hubo dos hombres, por sobre todos, que acuñaron limpia e indeleblemente mi formación cívica: Amadeo Sabattini y Arturo Umberto Illia. He releído, mientras ordenaba papeles para la redacción de estas reflexiones, algunos de los discursos y muchos de los textos de sus decretos y leyes, y mi admiración por Don Amadeo no ha hecho sino acrecentarse. Hablar de su honradez es reiterar casi un lugar común. Mencionar su austeridad en el manejo de los dineros públicos es recrear un paradigma. Pero fue mucho más que un gobernante probo. Tenía visiones de un genuino estadista. Es una desdicha que la República Argentina no le haya tenido en la primera magistratura; él, como Lisandro de la Torre, podría haber generado hechos de profunda transformación en la vida nacional. No pudo ser y esta imposibilidad que para uno de esos ejercicios de imaginación de la historia, tan frecuentes en los diálogos políticos: ¿qué habría sucedido si…?
Le faltó, quizás, esa dosis de buena suerte y probablemente un más afinado sentido de la oportunidad. Pero tenía la intuición genial de los grandes. Presento un solo ejemplo: en 1937, fue el primer gobernante argentino (y probablemente uno de los primeros del mundo) que dictó un decreto declarando de interés provincial los yacimientos de uranio y poniendo bajo control del Estado su extracción. Por entonces, el estudio de las posibilidades energéticas y bélicas de este mineral era materia de restringidos círculos científicos de Europa y los Estados Unidos. Él, desde este rincón del planeta, había entrevisto muy nítidamente el papel fundamental que asumiría en el desarrollo de la ciencia y de la técnica de las décadas siguientes.
Tuvo muchas de esas intuiciones. Quede para otro ejercicio de imaginación, para otro ¿Qué habría sucedido si?, una eventual concordancia Perón – Sabattini. Lo que permanece sólido, inmutable, es un aporte a la causa de la democracia, su lección de gobierno progresista, la humildad de su existencia. Para nosotros, los jóvenes que nos aproximamos frecuentemente a él en busca de consejo, constituía cada uno de nuestros encuentros una lección de alta política. Manejaba los tiempos como un consumado ajedrecista; era amable pero también solía tener lapidarias expresiones para con quienes suscitaban su desprecio.
En Arturo Illia no había lugar para la lapidación del adversario; era tanta su grandeza que parecía estar por encima de la miseria de los hombres, aun cuando, en la intimidad, uno podía percibir las desgarraduras de su alma por las claudicaciones de algunos correligionarios o, sobre todo, por el despeñamiento de la patria hacia la decadencia. Tenía una formación sorprendentemente vasta. Era un lector infatigable, y aun en las agotadoras campañas proselitistas, cuando debía recorrer los cuatro puntos cardinales de la provincia afrontando las penurias de los caminos y las incomodidades de los albergues, siempre se daba tiempo para la lectura. Leía y meditaba. Hablaba pausadamente, y lo que aparentemente era un aire adormecido, exteriorizaba otra cosa: el afloramiento de una introspección creativa, densa y cálida a la vez.
Fue de una honradez tan rígida como la de Sabattini, y creo que ha sido el último de los presidentes argentinos que rehusó utilizar el aparato publicitario del Estado. Entendía que el precepto constitucional de la publicidad de los actos de gobierno se cumplía con los mensajes al Congreso Nacional y con el libre acceso de la ciudadanía a los organismos de ejecución de los planes estatales. En éste sentido, ha de recordarse que durante su gestión presidencial se elaboró el mejor de los planes de desarrollo que se hayan concebido nunca en nuestro país. De haberse alcanzado los objetivos en él propuestos otra sería la realidad argentina; muy otra la calidad de vida los argentinos. Pero esto también pertenece al terreno de las conjeturas.
Lo que está más allá y por encima de cualquier suposición es la realidad concreta, vivible, de su trayectoria política, una lección ejemplar. Nosotros, los jóvenes radicales, tuvimos la fortuna de su extraordinaria formación intelectual. Nosotros, los radicales que ya cubrimos la mitad del camino de la vida, tuvimos la fortuna de su extraordinaria experiencia. Formación y experiencia que brindó generosamente, tanto a sus correligionarios como a sus conciudadanos de todo otro signo político. Era su generosidad la expresión social de una amplitud de espíritu, de una limpieza de alma que verdaderamente prolonga en el tiempo aquellas virtudes que Miguel Ángel Cárcano rescató en un pequeño gran libro dedicado al estilo de vida de los grandes políticos argentinos.
Era el temple acerado en un continente suave; la decisión inquebrantable, la integridad sin concesiones que se acrecía en los momentos de duda o debilidad colectivas. Supo ver muy lejos cuando advirtió a quienes clausuraban inicuamente su mandato presidencial que estaban abriendo para el país una etapa de violencia. Y estoy seguro que nunca experimentó complacencia por el hecho de que la historia le diese dramáticamente la razón.

Eduardo César Angeloz.

Extraído del libro “El Tiempo de los Argentinos”, 1987. Trascripción hecha por Correligionario Merlo.
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