La búsqueda de la verdad y la Justicia que inspiró nuestra acción estuvo definida por las siguientes premisas:
1) La violencia que tiño de sangre la década de los años ´70 fue potenciada por un terrorismo de izquierda que, con una visión elitista de la transformación social, no reparó en cometer los más aberrantes delitos en persecución de un programa acción demencial.
2) El combate armado a ese terrorismo de izquierda con el uso de fuerza proporcional a la amenaza inminente estaba moral y jurídicamente justificado, pero no lo estaban de ningún modo el secuestro, la tortura y el asesinato clandestinos. En ningún caso se justificaba acudir a la misma metodología del terrorismo para combatirlo. En definitiva, eran los principios que se alegaba defender los que resultaban vencidos a través de ese accionar.
3) Los actos más atroces cometidos por uno y otro tipo de terrorismo debían ser juzgados por una Justicia independiente y, si así ella lo decidía, penados, no tanto con fines de retribución sino con el objetivo preventivo de que nunca más grupos de individuos con acceso a las armas supusieran que estaban por encima de la ley y pudieran decidir impunemente sobre la vida y la muerte, la integridad física, psíquica y moral de sus semejantes.
4) Como ya lo señalé, ese objetivo debía cumplirse sin arriesgar la estabilidad de las instituciones democráticas, que es la mejor garantía contra la recurrencia de episodios análogos. Ello requería tanto una limitación del tiempo de los procesos como del universo de responsables.
Queda claro, entonces, que todas las iniciativas dirigidas tanto a promover como a limitar los procesamientos y las responsabilidades estuvieron determinadas por los objetivos enunciados de prevenir la repetición de episodios atroces en la medida necesaria para no poner al mismo tiempo en peligro la estabilidad del marco institucional.
Aquellos que critican nuestras iniciativas para limitar el juzgamiento y eventual condena a los responsables adoptan una concepción absolutamente retributiva de la pena, según la cual es un deber moral penar todo delito y, si no se lo hace, se comete una injusticia tal que no puede ser compensada por ningún otro beneficio social.
Para quienes, por el contrario, sostenemos que esta concepción de la pena es difícil de justificar desde un punto de vista racional: las prácticas punitivas se justifican moralmente en tanto y en cuanto sean eficaces para prevenir que la sociedad sufra males mayores.
Nuestro sentido común parece apoyar posiciones que tengan tanto en cuenta la vinculación entre el hecho criminal en sí mismo cometido por el agente con discernimiento y voluntad y el merecimiento de la pena, por un lado, así como las consecuencias sociales de aplicar esa pena, por el otro.
Sería irracional imponer un castigo cuando las consecuencias de esa imposición, lejos de prevenir futuros delitos, podrían promoverlos o causar perjuicios sociales mayores que los que ha causado el propio delito o su no punición.
La pena es en última instancia un instrumento, no el único ni el más importante, de formación de la conciencia moral colectiva.
Tanto la revelación de la verdad por medios fidedignos, como lo es un proceso judicial imparcial, como la condena moral sirven, al igual que la imposición de penas, para que se internalice a través de la reflexión pública cuáles son los límites de las conductas que la sociedad está dispuesta a aceptar. Por supuesto que para ello las leyes que prevén las penas a aplicar deben ser legítimas y no parece haber otra fuente de legitimidad que la que surge de la discusión y decisión democráticas, que aseguran la imparcialidad determinada por la consideración igualitaria de todos los intereses y opiniones en conflicto.
Otro punto de vista, consiste en sostener que, dado que la responsabilidad por este tipo de hechos está tan extendida, ya que comprende no sólo a los miembros de los grupos terroristas sino también a toda la sociedad que incitó, encubrió o simplemente silenció los hechos en cuestión, ella finalmente se diluye. Aunque es obvio que no todos fueron responsables, y aun entre quienes sí lo fueron, existen distintos grados de responsabilidad.
Pero las teorías no meramente retributivas de la justificación de la pena admiten que se renuncie a penar a responsables de acuerdo a consideraciones como las consecuencias para la sociedad. Es importante señalar que esa renuncia no se hace en reconocimiento del presunto derecho de la persona beneficiada por ella, y en consecuencia no hay una exigencia de igualdad de extender a todos quienes se encuentran en la misma situación.
Las medidas adoptadas tanto para permitir, impulsar y circunscribir el juzgamiento y eventual condena de las aberrantes violaciones a los derechos humanos no estuvieron inspiradas ni por un resentimiento o espíritu de venganza ni por un juicio complaciente, sino por el firme propósito de afianzar la vigencia de los principios éticos que constituyen el fundamento del Estado de Derecho y del sistema democrático.
Extraído del capítulo “derechos humanos” del libro “Democracia y Consenso” de Raúl Alfonsín, marzo de 1996. Trascripción Correligionario Merlo.
1) La violencia que tiño de sangre la década de los años ´70 fue potenciada por un terrorismo de izquierda que, con una visión elitista de la transformación social, no reparó en cometer los más aberrantes delitos en persecución de un programa acción demencial.
2) El combate armado a ese terrorismo de izquierda con el uso de fuerza proporcional a la amenaza inminente estaba moral y jurídicamente justificado, pero no lo estaban de ningún modo el secuestro, la tortura y el asesinato clandestinos. En ningún caso se justificaba acudir a la misma metodología del terrorismo para combatirlo. En definitiva, eran los principios que se alegaba defender los que resultaban vencidos a través de ese accionar.
3) Los actos más atroces cometidos por uno y otro tipo de terrorismo debían ser juzgados por una Justicia independiente y, si así ella lo decidía, penados, no tanto con fines de retribución sino con el objetivo preventivo de que nunca más grupos de individuos con acceso a las armas supusieran que estaban por encima de la ley y pudieran decidir impunemente sobre la vida y la muerte, la integridad física, psíquica y moral de sus semejantes.
4) Como ya lo señalé, ese objetivo debía cumplirse sin arriesgar la estabilidad de las instituciones democráticas, que es la mejor garantía contra la recurrencia de episodios análogos. Ello requería tanto una limitación del tiempo de los procesos como del universo de responsables.
Queda claro, entonces, que todas las iniciativas dirigidas tanto a promover como a limitar los procesamientos y las responsabilidades estuvieron determinadas por los objetivos enunciados de prevenir la repetición de episodios atroces en la medida necesaria para no poner al mismo tiempo en peligro la estabilidad del marco institucional.
Aquellos que critican nuestras iniciativas para limitar el juzgamiento y eventual condena a los responsables adoptan una concepción absolutamente retributiva de la pena, según la cual es un deber moral penar todo delito y, si no se lo hace, se comete una injusticia tal que no puede ser compensada por ningún otro beneficio social.
Para quienes, por el contrario, sostenemos que esta concepción de la pena es difícil de justificar desde un punto de vista racional: las prácticas punitivas se justifican moralmente en tanto y en cuanto sean eficaces para prevenir que la sociedad sufra males mayores.
Nuestro sentido común parece apoyar posiciones que tengan tanto en cuenta la vinculación entre el hecho criminal en sí mismo cometido por el agente con discernimiento y voluntad y el merecimiento de la pena, por un lado, así como las consecuencias sociales de aplicar esa pena, por el otro.
Sería irracional imponer un castigo cuando las consecuencias de esa imposición, lejos de prevenir futuros delitos, podrían promoverlos o causar perjuicios sociales mayores que los que ha causado el propio delito o su no punición.
La pena es en última instancia un instrumento, no el único ni el más importante, de formación de la conciencia moral colectiva.
Tanto la revelación de la verdad por medios fidedignos, como lo es un proceso judicial imparcial, como la condena moral sirven, al igual que la imposición de penas, para que se internalice a través de la reflexión pública cuáles son los límites de las conductas que la sociedad está dispuesta a aceptar. Por supuesto que para ello las leyes que prevén las penas a aplicar deben ser legítimas y no parece haber otra fuente de legitimidad que la que surge de la discusión y decisión democráticas, que aseguran la imparcialidad determinada por la consideración igualitaria de todos los intereses y opiniones en conflicto.
Otro punto de vista, consiste en sostener que, dado que la responsabilidad por este tipo de hechos está tan extendida, ya que comprende no sólo a los miembros de los grupos terroristas sino también a toda la sociedad que incitó, encubrió o simplemente silenció los hechos en cuestión, ella finalmente se diluye. Aunque es obvio que no todos fueron responsables, y aun entre quienes sí lo fueron, existen distintos grados de responsabilidad.
Pero las teorías no meramente retributivas de la justificación de la pena admiten que se renuncie a penar a responsables de acuerdo a consideraciones como las consecuencias para la sociedad. Es importante señalar que esa renuncia no se hace en reconocimiento del presunto derecho de la persona beneficiada por ella, y en consecuencia no hay una exigencia de igualdad de extender a todos quienes se encuentran en la misma situación.
Las medidas adoptadas tanto para permitir, impulsar y circunscribir el juzgamiento y eventual condena de las aberrantes violaciones a los derechos humanos no estuvieron inspiradas ni por un resentimiento o espíritu de venganza ni por un juicio complaciente, sino por el firme propósito de afianzar la vigencia de los principios éticos que constituyen el fundamento del Estado de Derecho y del sistema democrático.
Extraído del capítulo “derechos humanos” del libro “Democracia y Consenso” de Raúl Alfonsín, marzo de 1996. Trascripción Correligionario Merlo.